宮島 Miyajima

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Miyajima aparece en el horizonte despacio, al ritmo pausado
del ferry, deslizándose sobre el mar. Miyajima es una montaña sobre el mar. Es
el verdor que asciende desde la costa que se perfila a lo lejos. Es mar.

Ahora los pasajeros se arremolinan en la borda, yo con
ellos, entre sus palabras ininteligibles, frente al viento que viene desde más
allá de mi mirada, de todas las miradas. Casi frente a nosotros, contra el viento, un torii rojo
parece flotar sobre el mar. Risas, fotos, risas, palabras que no entiendo. Un
milano flota, flota él sí, sobre el viento, junto a nosotros en un silencio
ligero, puro. El torii se agiganta mientras va quedando a estribor. Más risas,
más palabras, más fotos apresuradas. El milano ya no está aquí. El viento, sólo
el viento que riza la espuma del mar.


ese milano
mirando, mirando…
dejándose llevar

Cuando desembarcamos la algarabía de gente que va y viene de
un lado a otro en el puerto apaga el rumor del mar. Un poco más allá unos
ciervos sestean bajo la sombra de unos arbolitos. No sé si acercarme. Son
ciervos salvajes. Lo dice el folleto que acabo de recoger. Ciervos salvajes que
comen ropa y souvenir. Y folletos.

Me acerco cauteloso a
uno de ellos. El olor a almizcle me sorprende mientras esa criatura salvaje me
mira sin parpadear, me mira como sin mirar. Pareciera que mira a otra parte
este misterioso animal que huele a almizcle. En sus ojos tan quietos el sol de
la tarde brilla un instante, gira la cabeza y se lame el lomo.

Caminando hacia el santuario shintoista de Itsukushima,
bordeando el mar, nos hacemos fotos con los ciervos. Como niños que juegan sin
pensar en nada más, tan seriamente, tan sorprendidos, nos acercamos a los
ciervos. Reímos, hacemos fotos.

-Un poco más. A la izquierda, no tanto, a la derecha.
Cuidado que se asusta. Ahí. Patataaaa.

Y reímos. Y seguimos nuestro camino. Y un momento, sólo un
momentito, vuelvo la cabeza hacia poniente.


baja la marea,
el olor a almizcle
en el ciervo que me mira

Un enorme torii gris abre una avenida flanqueada por
esculturas magníficas. Una multitud viene y va. Pero un poco más allá la
pequeña playa de Mikasa.

La suavidad de la arena lavada por el mar se enreda entre
mis dedos que tocan esta infinitud. Va y viene la multitud de conchas y pedazos
de conchas, de algas y retazos de algas. Aquí, al borde de mis pisadas, las mil
formas de caracoles rotos entran y salen de mis manos abiertas.

En cuclillas sobre el afilado borde el mar que viene y va
contemplo el brillo verde de las algas que flotan a dos centímetros del fondo
junto a las hojas rojas de momiji. Levanto la vista.


la bajamar,
en los pilares del torii
se ven las lapas

No puedo resistirlo. Me descalzo. Los calcetines en las
zapatillas y las zapatillas en la mano. Y el paraguas colgando de la mochila. Y
la mochila de mi espalda que camina sobre mis pies. Descalzos. Descalzos donde
acaba mi sombra. Todas las sombras. El brillo del sol de la tarde es ondas que
rodean mis pasos. Descalzos.

Frente a mí el torii. El enorme torii rojo que parece flotar
sobre el mar. En la isla que es un verdor repentino que asciende desde la
superficie azul.

Camino hacia él.

Camino con los pies desnudos sobre losas cubiertas de
verdín, de conchas, de agua que va y viene.

Los milanos vienen como las olas. Trazan círculos en el
cielo de la tarde. Y se van. ¿A dónde? A dónde van y de dónde vienen estas
criaturas, también salvajes sin duda, que no huelen a nada, que apenas son
nada, una silueta, un trazo, que gira sobre mí y mis pensamientos, y se va con
el viento. ¿A dónde? A dónde…

Y yo. Yo con los pies en el agua y las zapatillas en la mano
miro y miro. Trazando círculos con mi mirada. Guardando silencio con mi
corazón. Mi pobre corazón. Que va y viene. Con las olas. Con este rumor que
apenas es nada…

Uno de ellos, un milano, oscuro cada vez más en la tarde que
se va, bate las alas sobre el camino que recorrí y más allá, sobre el templo de
Senjokaku, vuelve a batirlas, no sé por qué. Y después se pierde, su silueta,
mi mirada, más allá de los cinco pisos de la pagoda junto a Komyoin. Y más allá
nada ya. El cielo. El cielo vacío. Puro.


a cada paso
el agua sobre las conchas
más tubia

Aquí cerca, entre mis pies, cerca, muy cerca, las conchas
son cangrejos. Se mueven. Sí, se mueven. Ahora los veo. Casi a ras de agua,
siendo apenas nada sobre la marea lo puedo ver. Veo como se mueven y trazan
surcos diminutos en la arena.

Qué blancos mis pies. Qué blancos mis dedos que juegan a
enterrarse como caracoles en esta arena bajo el mar.

Qué blanca es la palma de mi mano que sostiene ahora un
cangrejo ermitaño que se esconde. Que ya no está. ¿Caracol? ¿Cangrejo? ¿Concha
vacía? Sólo la paciencia me lo dirá. Sólo la paciencia. Sólo contemplar…

…Miyajima. Montaña sobre el mar. Verdor que asciende en
algún lugar del horizonte. ¿Eres mar? ¿Eres montaña? ¿Eres un milano que vuela,
y traza círculos sobre algo que desconozco?

Sobre la palma de mi mano siento un cosquilleo. Un cangrejo
ermitaño asoma tímido en una concha vacía de un caracol marino.

Me agacho. Lo dejo de nuevo en el mar. Y otra vez vuelve a
ser un misterio.

Frente a mí el gran torii rojo. Un milano se ha posado en
una de sus esquinas. Sobre la superficie del mar otro torii rojo yace reflejado
a mis pies. Y un milano quieto.

El sol  cae sobre la
bajamar.

Toco el agua que se mueve apenas sin moverse entre mis pies,
transparente, llena de algas, de hojas, de conchas. Vacía. Luz.

Camino. Camino sobre la bajamar, dejándome llevar con el mar
que se va. Dejándome arrastrar en el atardecer hacia esa puerta roja abierta al
infinito. Un paso, un paso más. Y otro. Cada vez más adentro en el mar. En el
atardecer. En su luz.


descalzo en el agua…
contemplar el torii
con las manos abiertas


Un comentario »

  1. Emotivo y reflexivo tu relato me hace sentir el mar bajo mis pies. Maramín

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  2. Adentrándonos, como el mar que se aleja, como el sol que se esconde.
    Qué palabras mágicas brotan de tí !

    Responder

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