Primero su voz, su voz que roza el aire y sobre el lago zozobra. Después la
mirada que busca en el cielo, que hurga allá y más allá, y al fin atisba una
silueta como de flecha oscura, tenue, difusa, oscuras cruces que forman flecha,
¿o será lanza?, y se agitan y cambian la formación sutilmente, muy sutilmente,
como llevadas por el viento, de verdad llevadas por el viento.
Sí, son grullas.
Muchas. Varios bandos en forma de flecha o de lanza, ¿o será de arco? llegan
desde el norte, sobrevuelan el lago, parecen desaparecer hacia el sur pero
vuelven trazando una curva inmensa entrando al lago por el este y posándose al
otro lado, en la orilla oeste. Justo al otro lado de donde estamos pescando.
Lisa como el cielo
es la superficie del lago. Nada, ni la brisa que no sopla perturba el espejo
verdoso de su superficie. A veces una carpa inquieta rompe el cristal y pasa a
mi mundo, al del aire y las nubes, cabriola un instante en el aire y retorna a
su mundo de agua envuelta en el ruido de un chapoteo. Los black bass, más tímidos,
apenas se intuyen bajo el agua. Apenas unas ondas que hacen oscilar la
superficie del agua, apenas una sombra entre las algas que desaparece en
silencio.
Son solubles los peces en su mundo blando y misterioso. Ahora se
materializa aquí, ahora desaparece, ahora allí vuelve a existir y allí de nuevo
vuelve a ser agua.
Un grito que viene
y va, que se acerca y se aleja, desde el cielo, desde las oscuras cruces que
parecen flotar en el cielo. Un bando, una flecha, una lanza, un arco… se reúnen
una multitud en la otra orilla del lago. Y más en el cielo, algunas sólo son ahora grito y jirón de humo
en el cielo. Tan lejos, tan alto. De veinte en veinte, de treinta en treinta,
poco a poco son cientos las que caminan junto a la orilla.
Su grito flota en el
aire tibio de la tarde, se refleja en el verdoso espejo, camina sobre el agua sin huella, rozando sin rozar la
superficie tersa del lago, flota con su cuerpo de voz sobre las algas y las
carpas, sobre las piedras húmedas que no ven la luz, sobre los peces de ojos
abiertos, y llegan a la otra orilla, a mí.
Un bandada de
fochas nada en el agua, se alejan discretas de la orilla oeste y se mantienen
en el centro del lago. Algunos somormujos, tan elegantes, las acompañan pero
manteniendo las distancias. Sólo una pareja, quizá tres. No son los somormujos
amigos de las multitudes. A veces desaparecen bajo la superficie en busca de
peces. También ellos, como los peces solubles, están y no están. Pero al
contrario que los peces, ellos se desmaterializan por momentos, los peces sólo
por instantes cobran cuerpo a mi mirada. ¿Serán los somormujos aves solubles,
solubles en el aire, a los ojos de los peces?
Una pareja de
garzas reales levanta el vuelo y atraviesa el lago hacia el norte. Su mundo es
el silencio y al paciencia. Son de ceniza cuando esperan en la orilla, las
patas en el agua, la mirada más allá del agua, su mirada siempre más allá de mi
mirada.
A veces un ánade
real pasa volando, raudo, estirando mucho el cuello, huyendo de algo, en pos de
algo, de algo que se me escapa.
Y de pronto las
grullas levantan el vuelo ¿por qué? Cientos de gritos que parecen miles toman
el aire y la tarde. Sólo miro. Dejo la caña, dejo todo. Mi hermano, mi padre, sólo
miran. Algunas fochas asustadas levantan
el vuelo a su vez. De pronto hasta el viento parece despertar de su letargo y roza
y riza la superficie del lago.
Mi mirada sigue esa
nube oscura de cruces y gritos que gira y se contorsiona hacia el sur. Giro más
y veo la luna en el este que casi es llena. Y ellas, las grullas, vuelven a
descender, a llenar el lado oeste del lago después de trazar una curva casi
completa en torno a nosotros. Sólo miramos.
Sí, son grullas.
Son las mismas grullas que persiguen al sol año tras año de norte a sur y de
sur a norte, entre el cielo y la tierra. Criaturas solubles en el cielo, siervas
sólo de la luz del sol.
Las mismas que
ahora están aquí, conmigo. Sólo un instante, sólo en este grito que se hace luz
a esta hora del atardecer.
el lago en calma,
las grullas y sus gritos
llenan la tarde