鶴 tsuru

    

     Sí, son grullas.
Primero su voz, su voz que roza el aire y sobre el lago zozobra. Después la
mirada que busca en el cielo, que hurga allá y más allá, y al fin atisba una
silueta como de flecha oscura, tenue, difusa, oscuras cruces que forman flecha,
¿o será lanza?, y se agitan y cambian la formación sutilmente, muy sutilmente,
como llevadas por el viento, de verdad llevadas por el viento.

    Sí, son grullas.
Muchas. Varios bandos en forma de flecha o de lanza, ¿o será de arco? llegan
desde el norte, sobrevuelan el lago, parecen desaparecer hacia el sur pero
vuelven trazando una curva inmensa entrando al lago por el este y posándose al
otro lado, en la orilla oeste. Justo al otro lado de donde estamos pescando.

     Lisa como el cielo
es la superficie del lago. Nada, ni la brisa que no sopla perturba el espejo
verdoso de su superficie. A veces una carpa inquieta rompe el cristal y pasa a
mi mundo, al del aire y las nubes, cabriola un instante en el aire y retorna a
su mundo de agua envuelta en el ruido de un chapoteo. Los black bass, más tímidos,
apenas se intuyen bajo el agua. Apenas unas ondas que hacen oscilar la
superficie del agua, apenas una sombra entre las algas que desaparece en
silencio.
    Son solubles los peces en su mundo blando y misterioso. Ahora se
materializa aquí, ahora desaparece, ahora allí vuelve a existir y allí de nuevo
vuelve a ser agua.

     Un grito que viene
y va, que se acerca y se aleja, desde el cielo, desde las oscuras cruces que
parecen flotar en el cielo. Un bando, una flecha, una lanza, un arco… se reúnen
una multitud en la otra orilla del lago. Y más en el cielo,  algunas sólo son ahora grito y jirón de humo
en el cielo. Tan lejos, tan alto. De veinte en veinte, de treinta en treinta,
poco a poco son cientos las que caminan junto a la orilla.
     Su grito flota en el
aire tibio de la tarde, se refleja en el verdoso espejo, camina sobre el agua sin huella, rozando sin rozar la
superficie tersa del lago, flota con su cuerpo de voz sobre las algas y las
carpas, sobre las piedras húmedas que no ven la luz, sobre los peces de ojos
abiertos, y llegan a la otra orilla, a mí.

    Un bandada de
fochas nada en el agua, se alejan discretas de la orilla oeste y se mantienen
en el centro del lago. Algunos somormujos, tan elegantes, las acompañan pero
manteniendo las distancias. Sólo una pareja, quizá tres. No son los somormujos
amigos de las multitudes. A veces desaparecen bajo la superficie en busca de
peces. También ellos, como los peces solubles, están y no están. Pero al
contrario que los peces, ellos se desmaterializan por momentos, los peces sólo
por instantes cobran cuerpo a mi mirada. ¿Serán los somormujos aves solubles,
solubles en el aire, a los ojos de los peces?
    Una pareja de
garzas reales levanta el vuelo y atraviesa el lago hacia el norte. Su mundo es
el silencio y al paciencia. Son de ceniza cuando esperan en la orilla, las
patas en el agua, la mirada más allá del agua, su mirada siempre más allá de mi
mirada.
    A veces un ánade
real pasa volando, raudo, estirando mucho el cuello, huyendo de algo, en pos de
algo, de algo que se me escapa.

      Y de pronto las
grullas levantan el vuelo ¿por qué? Cientos de gritos que parecen miles toman
el aire y la tarde. Sólo miro. Dejo la caña, dejo todo. Mi hermano, mi padre, sólo
miran.  Algunas fochas asustadas levantan
el vuelo a su vez. De pronto hasta el viento parece despertar de su letargo y roza
y riza la superficie del lago.

     Mi mirada sigue esa
nube oscura de cruces y gritos que gira y se contorsiona hacia el sur. Giro más
y veo la luna en el este que casi es llena. Y ellas, las grullas, vuelven a
descender, a llenar el lado oeste del lago después de trazar una curva casi
completa en torno a nosotros. Sólo miramos.

     Sí, son grullas.
Son las mismas grullas que persiguen al sol año tras año de norte a sur y de
sur a norte, entre el cielo y la tierra. Criaturas solubles en el cielo, siervas
sólo de la luz del sol.
     Las mismas que
ahora están aquí, conmigo. Sólo un instante, sólo en este grito que se hace luz
a esta hora del atardecer.

 el lago en calma,
las grullas y sus gritos
llenan la tarde

秋 aki

    

     En lo profundo del
bosque, en algún lugar, una hoja cae, mojada por la lluvia, sin hacer ruido,
sin que nadie mire.
     Una hoja, luego
otra, y otra más. Allí otra.
     Lánguida lluvia,
amarilla, blanda y desigual. Carece del ritmo, de la decisión de la lluvia que
moja, de la lluvia de agua que empapa la tierra y hace crecer las plantas y las
flores, y crea charcos y setas, y después corre, y huye, entre las rocas, sobre
las piedras, y se va, y se pierde, lejos, o bajo la tierra, más profundo que
bajo la tierra.

      Llovía. A mediodía
llovía lluvia de agua pero cesó de pronto, su ritmo, su recorrido, su prisa por
mojar y acabar, por pasar y desaparecer. Dejó atrás gotas en las hojas de los árboles.
Ellas sí se demoraron. Más sobre las hojas de los arces y los avellanos, menos en
las agujas de alerces y pinos.
     Una gota, luego
otra, y otra más. Allí otra.
     Ritmo lánguido y
desganado de esta lluvia que ya no es lluvia, que empapa ya sólo por pereza y
hace brillar las plantas y las setas y luego se pierde también, también ella,
bajo la tierra, más profundo que bajo la tierra.

      Hoy no hay sol. No
rescatará gota alguna de vuelta al cielo.

      Ahora, cuando la
no-luz del atardecer se hace cada vez más intensa, no hay en el aire agua que
moje y empape, que huya. Y sin embargo su olor sigue aquí. Se demora en el
bosque esta lluvia que ya no es lluvia, ni agua, ni tan siquiera gota. Que
carece de ritmo y decisión, de voz, que envuelve cada hoja y cada rama, y
vuelve con la brisa que viene del bosque, de lo más profundo del bosque.

 

Montaña solitaria,
limpiada por la lluvia.
El anochecer trae
la frescura del otoño.
La luna brilla entre pinos,
y un manantial cristalino
corre encima de las piedras.

Los bambúes están susurrando:
van a casa las lavanderas.
Se mecen las flores de lotos:
regresan los botes pesqueros.
Aunque se está disipando
la fragancia del verano,
todo esto, mi viajero,
¿no te invita a quedarte?

                                                                            
Anochecer otoñal en mi cabaña de
la montaña. Wang Wei

 
      Blandos son mis
pasos sobre las hojas mojadas, muertas. Hace más de mil años alguien caminaba
también sobre hojas muertas, mojadas.
      ¿Te quedaste en tu cabaña de la montaña? Mi
viajero, mi compañero. ¿Contemplaste lo que yo contemplo?

      Mis pasos son
blandos y sin ritmo sobre las hojas amarillas, les falta la decisión de la
lluvia que cae y que moja, de la lluvia de agua. Mis pasos pasan y desaparecen,
entre las rocas, sobre las piedras, casi sin voz bajo las agujas de los pinos y
los alerces, de las hojas de los arces y los avellanos que caen, que no cesan
de caer, amarillas, mojadas, muertas.
     Pasos desganados
mis pasos, pasos que ya no son pasos, que se demoran, que huyen.
     En lo más profundo
del bosque, en algún lugar. Hacia el olvido, hacia el suelo, más allá de la
tierra y bajo la tierra. Hacia la nada. Sin hacer ruido, sin que nadie mire.
Mojados por la lluvia.

 

sobre la tierra,
las hojas amarillas
huelen a lluvia

安居 ango


El
canto de los grillos. Incesante en mi mente, ahora como entonces, la llamada
antigua, salvaje y leve, de las noches estivales. El insomnio de esta noche… alargo
un brazo y trazo con los dedos caminos en la oscuridad. El aire roza mi mano
cuando la dejo caer junto a mi cuerpo. Mi mente retorna ¿huye? a un agosto como
este, en el zendo, cuando el sueño obedecía  fiel al sonido de una campana. Pasé muchos días
allí, y muchas noches. Ahora son fragmentos de sol sobre las olas, huellas de
manos impresas en la oscuridad.
       El
canto de los grillos. Más allá de todo, sólo queda el canto de los grillos.


“¿No
ves a este hombre sereno caminando,
       que
está más allá del saber y no persigue nada? 
       No
evita pensar vanamente ni busca la verdad
       Cuando
el cuerpo de la verdad despierta, no hay ni una sola cosa”

 
       Escucho
en seiza el teisho sobre el Shodoka. Las palabras que van más allá de las
palabras, que comunican y que simbolizan. Y luego callan, y se hacen
transparentes.
       ¿Cómo
hablar de lo inefable? ¿Cómo detener el río de la realidad que nos rodea y nos
empapa mientras mantenemos las manos quietas? Este río de la naturaleza
prístina necesita un cauce. El cauce no es lo importante, pero sin él el agua
de desborda.

 En
el samu siego hierba, hinojo, cardos. Recorro el terreno arriba y abajo con una
carretilla. Nada se desperdicia, todo se reutiliza. Todas las cosas están
camino de convertirse en otra cosa. Todo esto se convertirá en compost. Lo que
subyace invisible bajo la tierra de los huertos. Lo que está antes y después.
Sin ello no hay huerto, el huerto es ello y ello es el huerto.

 Hoy.
En el día de hoy te ofrezco la vida y la muerte. Tú eliges. Muchos son los
llamados pero pocos los elegidos. Pero… ¿quién elige? ¿Sólo perdiendo nuestra
vida viviremos? Siempre.

 Cuando
yo estoy cansado el enemigo también lo está.
        Tengo
miedo de permitir la entrada a Mara  en
mi casa, y que en vez de tomar té me de una paliza. O que se quede y ya no
salga. Siento que persigo un fantasma. O que él me persigue a  mí. Noto su aliento cerca de mí pero no logro
verlo nunca.

 Parece
que el tiempo está de cambio. El viento mueve los árboles.
        ¿Qué
tiembla dentro de mí cuándo llevo hinojo en la carretilla, recién cortado y
perfumando el aire a su alrededor? Se estira mi corazón cuando aliso el zabutón
tras el zazen, mi espíritu se entibia cuando piso con los pies descalzos en la
parte soleada del tatami, salvo mi alma al apartar una mantis del camino.
¿Estará la luz entre el espliego que acaricio?

 A
veces me desvelo en la noche pero no me importa. Escucho el canto de los
grillos incansables ahí fuera. A veces también ronquidos. Cierro los ojos y la
tierra gira. Y yo puedo oír su rumor.

Cuánto
más intento concentrarme parece que más se afila mi sensibilidad. Las plantas,
los insectos, el sol… ¿Qué clase de naturaleza es la nuestra? Cielo, nube…

la boca abierta,
       también los abejorros
     mueren así

 
       Hoy
en día  ¿tiene algún sentido decir “voy a
alcanzar la iluminación cuesta lo que cueste”?
       Sentado,
respiro, mi corazón llama rítmicamente. Él siempre Te llama, incansablemente. Mi
vida está aquí y ahora, en Tu mano. Yo me retiro. ¿Caeré una vez más de entre
tus dedos? ¿Me apartaré de Tu mirada? Todas estas burbujas que surgen desde lo
más profundo de mí durante el zazen… ¿son señales de un mismo don?

Después
de la cena limpio ollas en la cocina. El agua en mis manos. Los vasos resuenan
musicalmente al entrechocar unos con otros. Somos cristal sediento de agua
pura, cristal que no se ve y se hace luz, que resuena como música al tocar a
nuestros iguales.

Salgo
afuera.  Siento una languidez como de una
tarde soleada de otoño. Por la noche, cuando el mundo de los hombres calla, la
naturaleza habla. Las plantas, el viento… Y nosotros intentamos aquí quitarnos
de en medio, callar, para que el misterio se manifieste.
       El
viento en nosotros, nosotros en el viento. Retornar a lo que somos, a lo que siempre
fuimos. Y para volver antes hay que haber ido.  
       El
zen no es una experiencia de unidad cósmica. Es derrumbar la dualidad en el
vacío.

 
viento de otoño,
pero la luna llena
luna de agosto

A
veces me siento un joven aprendiz que quiere impresionar a su maestro. Pero mi
maestro no se deja impresionar. Su dedo apunta directamente al corazón.
       ¿Y
si todo esto se convierte en una  rutina
sin significado? Como todas las cosas, aún las más puras, se pueden convertir
en una jaula de la que ni siquiera veamos los barrotes. 
       Sé
que me va la vida en ello, nos va a todos, pero la pequeña piedra no acaba de
resonar contra el bambú. 
       Los
budas no saben que son budas pero los zorros sí. Entre buda y zorro ¿qué clase
de ser seré yo?
       Me
gustaría darle la vuelta a este tapiz. El zen me dice “atraviésalo”. Pero yo no
sé cómo…

Tras
cenar he salido al jardín. Sentado en mitad del campo, en silencio, han
empezado a moverse los escarabajos, los saltamontes… Aunque la luz llegue de
pronto y sin avisar ¿será posible vislumbrar un atisbo de su resplandor? Cada
día, a cada momento.

Tras
lavar las ollas, en mi espíritu limpio no hay alegría, no hay tristeza.
       Contemplando
el pequeño jardín japonés de gravilla recito el Hannya Haramita, es hipnótico.

 
entre los chopos
sólo su resplandor
¿la luna llena?

Por
la noche salí afuera. La luna llena apareció sin prisa tras la montaña. Poco a
poco, como si amaneciera. Me tumbé de espaldas en uno de los caminos de
cemento, aún guardaba el calor del día. Y ahí está: la inmensidad de lo
incomprensible.

       Si
pudiera atravesar el dolor sin que mi espíritu se quebrante…. Y una vez más
despojarme de todo…
       Las
ilusiones se derrumban como castillos de arena. Sin expectativas. Estoy solo y
descalzo sobre el lecho de coral. He conocido el dolor y la desesperanza, la oscuridad
salada del fondo marino. He buscado la serenidad, la luz entre la hojarasca, la
paz… Volví a un lugar diferente del que partí, no sé dónde fui, no sé a dónde
he vuelto.
       Y ahora estoy aquí una vez más, como al
principio, buscándote.

“He
entrado en lo espeso del monte, lleno de belleza y silencio…
        La
luna brilla sobre el río,
        el
viento sopla a través de los pinos.

        El
silencio puro de esta noche ¿cuál es su origen?”

shizukesa

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suave se extingue
el último acorde;
fuera, la lluvia

     Las
persianas bajadas casi totalmente, la puerta del balcón abierta. Un trueno
retumba lejos de mí. En mi mente fulgura un relámpago que resquebraja por un
instante un cielo mucho más allá de esta habitación. En el ritmo constante de
la lluvia entre escucho otros ritmos. Primero uno, luego otro, después otro más.
Al final imagino cada gota trazando su propio destino, irremediable pero único,
hasta hacerse agua sobre la tierra. No veo la tormenta, ahí fuera, pero la
intuyo. Su olor, su leve frescor, está aquí como un fantasma que no existe pero
se siente.

      De
nuevo poso mis dedos sobre el piano pero sólo rozo las teclas con mis dedos. Bajo
ellos, el silencio. Y la semipenumbra de la habitación.
      Miro
a Yuki. Dormita en el sofá. Su respiración es profunda y rítmica. Su pelo
blanco se mueve arriba y abajo señalando de forma sutil la vida que la anima.  Es una nube diminuta que evoluciona y cambia constantemente.

     Es
su ritmo y es el mío, mi corazón que no oigo, el aliento desconocido que me
mantiene vivo. Lejano, más allá de todo esto, a veces lo intuyo, a veces es
silencio.

     Pero
hoy el ángel luchará conmigo. Ha llegado. Ahora está aquí. Lo intuyo.
     Está
aquí esa presencia inconsciente, animada o no, que desbaratará todos los
planes. Los dioses reirán una vez más.
     Es
como música, una melodía celta obsesiva y reiterativa, que comienza suavemente
y da vueltas y vueltas sobre sí misma, y se enreda, y comienza de nuevo,
haciéndose cada vez más complicada y ganando velocidad. Es un laberinto que suena.
     Ahora
el mundo es otro. Todo ha perdido su textura original, como si una mano loca estuviera
dibujando todas las cosas de nuevo con mano temblorosa. Todo está en su sitio y
todo se ha movido.    

     Pensaba
Platón que el desorden comienza por la música, en pensar que la música no posee
una belleza intrínseca. Cuando la única regla para juzgar la música es el
placer que causa a todo hombre, de bien o no. Eso es extensible después a todo
lo demás. Y eso es la negación del Cosmos, es el Caos.

     Un
trueno se estrella en algún lugar imposible de la atmósfera y el aire se ondula
como el agua con su sonido. Se desliza sobre campos mojados, pinares oscuros, tejados
que escurren gotas de lluvia, lluvia que es ya escorrentía entre la tierra
roja, calles solitarias y solitarios seres que aguardan. Y llega a mí.
     Y
en mi mente suenan cristalinos los primeros acordes del Claro de Luna de Debussy.
En mis dedos silencio y en mi mente la melodía parece desvanecerse delicada en
notas que se salen del pentagrama. Ahora remonta en arpegios enérgicos, casi
desesperados. Unos acordes se suceden en los registros más altos del teclado,
casi en lo alto del cielo, y la melodía vuelve a languidecer buscando la
fragilidad del principio, se desvanece poco a poco…

     Gregorio
Samsa, el personaje kafkiano de la Metamorfosis, escucha extasiado a su hermana
tocar el violín, y se pregunta: “¿A una cucaracha como yo puede conmoverle de
tal manera la música?”

     No
sentir es morir en vida, el deseo nos fuerza a amar lo que nos hará sufrir. ¿Es
el sufrimiento la otra cara del conocimiento? ¿Es el riesgo de extraviarnos
para siempre su precio? Con esta vil moneda recorremos el laberinto, a tientas,
sin buscar salidas, hacia el centro, hacia la guarida del minotauro. ¿Por qué
su extraña seducción? Este dolor por no poder llegar a conocerlo, ni siquiera
antes de matarlo. Como la memoria me crea y me destruye a cada instante.
      Soy amalgama de memoria y deseo. Soy un hilo
de luz que brilla en la oscuridad inmensa, fría.

      Yuki
es nube que duerme. Respira, late, vive, nunca en otro lugar, jamás en otro
momento. Yuki es canción que calla.

       La
música nace del silencio, sólo desde el silencio se accede a ella, y en el
silencio concluye.


sigue lloviendo,
sentado frente al piano
en silencio

kodoku

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Aún
no raya el alba cuando el sonido del tambor despierta al zendo. Un tibio día de
primavera se insinúa pálido desde el este.

Seamos
leales a nuestro corazón. Confiar, confiar sin más, sin pretensiones, sin
expectativas. Lo sé. Me dejo sumergir en este momento inmenso y breve y me
abandono. El misterio se infiltra en mi ser como el tinte que impregna de color
la tela entera. Poco a poco. Sin necesidad de sumergirla por completo. El color
avanza hilo a hilo.
      Basta tocarte con la yema de mi dedo para que
cada fibra de mi ser resuene con Tu voz.
     
      Paso
el samu desgranando  espliego en el
invernadero. El aroma del espliego y el repiqueteo de las gotas de lluvia en el
techo. Sólo eso. Más allá de mis dedos sólo existe el espliego que se deshace,
más allá de mi mente sólo las gotas de lluvia que desaparecen.
      ¿Es
capaz la razón de reconocer sus límites? ¿Será ese su mayor desafío?
      Para
hallar lo que se esconde, también nosotros debemos escondernos. ¿Se esconde
Dios de nosotros?
     
      El
té de la noche es breve, preciso. Su sabor resuena en mi boca más allá del
instante.
      El
zen es un arte. Y como en todo arte hace falta cierta técnica, y práctica.
     
      Sobre
el futón escucho el lenguaje de la noche. ¿Quién duerme en esta noche que
resuena? ¿Quién escucha? ¿Quién es el que nunca descansa, el que nunca trabaja?
Inmarchitable, inagotable.
      Hay
dos formas de no gastar una vela: apagarla y mantenernos en la oscuridad,
mantener la llama serena, imperturbable.

  

Hoy
la lluvia cede poco a poco y la luz del sol toca la tierra.
       Atarme
al koan mu como si de ello dependiera mi vida. Al menos en un za-zen. Lo
intento pero mis pensamientos son como lluvia que no cesa. Sigo sentado, contemplo
la lluvia.

¿Dónde
te escondes? Déjame sentir tu presencia, déjame rozarte con mis dedos.
        El
reflejo del sol tiembla en una tela de araña mojada por el rocío y un olor a
cebollas llega desde la cocina.
        Tras
el samu, en el jardín, alguien revuelve su té y por un instante el sol brilla
en la cucharilla.
        Sé
que estás aquí.

bebiendo agua,
        todavía en mis manos
       olor a espliego

 Descanso
sentado en el zendo antes del za-zen. Enmarcado por la ventana entra el sol
hasta la estera del suelo. Estiro mis pies descalzos y siento el calor del sol sobre
mi piel. Se extiende poco a poco por todo mi cuerpo y me reconforta por
completo.
       Junto
a la ventana pasan mis compañeros. Pasean en silencio sobre la estera, sobre la
luz y la sombra.
        Las
diminutas motas de polvo flotan en el haz de luz, brillan un instante, y
desaparecen.

 Lo
sabía, algo en lo profundo de mí ya lo sabía. Mientras yo siempre miraba distraído
hacia otro lado. “¿Acaso no sentíamos ardor en nuestro corazón cuando nos
hablaba en el camino?”

 

 Hoy
también luce el sol desde temprano. La lluvia es sólo recuerdo pero sigue aquí,
en algún lugar. Lo sé.
        En
el samu siego hierba con la hoz. Siento en mi cara el olor y el frescor intenso
de las hojas de hierba que mueren.
        La
sombra de un palmito se estremece con el viento sobre la hierba, la sombra se
hace luz, la luz se hace sombra, la sombra y la luz, la luz y la sombra. Sólo
el viento.

En
esta soledad que me estremece, en este momento en el que el mundo calla y las
palabras no existen, siento ese ardor en mi corazón. Y compasión por todas las
cosas. En estas contadas ocasiones encuentro por fin paz. Y la vida se me va. Y
la vida llega a mí.
       Esta
sed infinita… Huelo la lluvia pero aún no sé dónde ha caído.

Durante
el zazen varía la intensidad de la luz que se filtra en el zendo. Las nubes en
el cielo, los pensamientos en mi mente. Mantengo la mirada fija en un punto
sobre la estera. Mantengo la llama imperturbable. El silencio es transparente.

Sentado
en seiza espero mi turno en la fila del dokusan. Miro los calcetines gastados de
quien me precede. Un solo corazón nos anima, ahora lo sé. Siento emoción,  ganas de abrazar, de decir. Callo. Mi silencio
se abraza emocionado con su silencio.

Durante
la comida noto un airecillo a mi espalda cuando pasan sirviendo las mesas. Una
satisfacción sencilla y primigenia recorre mi cuerpo. Por un momento vuelvo a
saber quién soy.

En
el zazen de la noche un murciélago se une a nosotros en el kinin. Miradas de
soslayo y silencio. Abrenoite recorre el zendo vacilante durante un buen rato y
después se retira a su reino nocturno. Nosotros, como él,  continuamos con nuestro quehacer.

La
última noche. Tras el té cojo zafu y zabutón y salgo afuera. Subo a tientas la
colina y me siento en lo profundo de la noche. Respiro. Aquí estoy, aquí
estamos todos, aquí está todo.
       Las
estrellas fugaces flotan en el cielo nocturno, brillan un instante, y desaparecen.

Un
murciélago revolotea a mi alrededor, apenas una sombra silenciosa. El zumbido
apagado de las colmenas bordonea invisible en al aire.
       De
pronto el extraño canto de un animal, quizá un pájaro, como una flauta. Una
emoción invade mi cuerpo como una ola antigua. Ese sonido… recuerdo haberlo
escuchado hace muchos años, cuando siendo niño acampaba con mis compañeros de
colegio junto al río. Esa llamada…. Ahora suena de nuevo aquí, esta noche.
      En
verdad esta es la  hermosa soledad de mi
infancia.

Ahora,
aquí, contemplo la pureza de mi alma.

 un halo blanco
          en torno a la montaña,
         la luna…

Kagerou

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     Ahí está, ahí, pero siempre
fuera de mi alcance,

     hasta que miro una vez más y
se ha ido, la efímera, y no volveré a verla jamás.


Hanami

Publicado en


El día de
primavera, bañado por la luz suave del cielo,
es de una
placidez perfecta.
¿Por qué se
desprenden, pues, de sus ramas
las flores de
los cerezos inquietos?

Ki no Tomonori


Piso los pétalos que yacen teñidos de
suciedad sobre la acera. Una ráfaga repentina de viento los devuelve por un
instante al aire, giran a mi alrededor, en torno a las ramas de los árboles, y
vuelven a caer lánguidos sobre la calle.

El maestro Bassui decía que en el mundo existen
dos clases de personas: las que resuelven sus dudas en tres o cuatro días y las
que tardan en resolverlas tres o cuatro años… o
treinta o cuarenta…
       Yo soy de la segunda clase de personas.

Contemplando las flores, las flores que caen
de las ramas de los cerezos, de los ciruelos, las que acaban de brotar entre la
hierba pienso en mi vida que arrastra el viento, en mi vida que nace y muere
con cada uno de mis pasos. Me pregunto qué fue de aquel tiempo que se hizo humo
de pronto. Me pregunto por qué esta tarde contemplo las flores que arrastra el
viento y siento un nudo en la garganta.


cerezo en
flor,
mi pensamiento
vuela
donde nace el
sol


Las primeras hojas de los castaños de indias
lucen con un verde intenso y efímero. Ayer no estaban. En el parque los niños y
los ancianos toman el sol, los unos no paran, los otros quietos.
      Camino entre los tilos y los álamos, los
abedules de corteza blanca, algunos ya con las primeras hojas, otros aún no.
Cada uno a su ritmo, cada color, cada forma en su momento y en su lugar. La
brisa amalgama las hojas y las ramas en un único susurro que por un momento
recorre el parque. Cesa.
     El sonido de mis pasos entre las risas de
los niños, entre las conversaciones sobre pensiones y enfermedades, entre el
rumor del tráfico cercano.

Quizá la respuesta siempre esté en la
pregunta. Y quizá haya preguntas incorrectas que sea preciso reformar.
       El orden en el caos aparente. Un orden que
no se ve a simple vista. ¿Es el mundo un inmenso fractal?
Pienso en algo que leí esta mañana, algo
sobre "sensibilidad extrema" a los "estados iniciales" de
un proceso, que pueden redundar en drásticos cambios pasado un tiempo del
inicio.

A veces siento que camino descalzo sobre
cristales rotos, sobre el agudo filo de la navaja. Por inercia o maldición.
Entre el absurdo y la sensatez, entre la trascendencia y la cochambre, entre la
paz y la locura.
       La serpiente taipan paraliza el sistema
neurológico, la muerte sin resentimiento, sin compasión. Se desliza entre la hierba, silenciosa, como una interrogación.
Ahora está aquí.

En el suelo yace una alondra muerta. El
viento hace batir una de sus alas lánguidamente. Un niño ríe. La alondra de Dupont, después llamada alondra ricotí,
está a punto de desaparecer ante la indiferencia de todos. En España quedan
1300 parejas, la mitad de ellas en el Alto de Barahona, cerca de aquí. Esquiva
incluso para conservar su nombre, digna incluso en la muerte. Un día tan
corriente como este ya no existirá. A veces me dan más pena los hombres que las
alondras.

Antes
siquiera de verlas el olor de las glicinias me invade. Glicinias… fujitsubo… “dime
de qué color es la parte de mi vida que tú y yo hemos compartido”. Contemplando
las flores, tú y yo, mientras las olas y su rumor iba y venía. Tú y yo con la
primavera, con las cosas que comienzan, con la belleza de todos los principios.
Con la elegante inconsciencia de la alondra de Dupont.

Camino por el parque con mis dudas de tres o
cuatro años… de treinta o cuarenta… Las sombras temblorosas de las hojas nuevas
revolotean entre mis pies. Pienso en esa “sensibilidad extrema” del inicio de
un proceso. Ese momento en el que la gota, sólo una, colma el vaso y se derrama
el agua.
       En el aire tibio de la tarde de primavera sé
que lo sé. Sé cuándo, en qué momento preciso, cayó el primer pétalo. Sé que no
quiero mirar a los ojos al “por qué” cayó ese pétalo, y después, imparables, sin
malicia, todos los demás.
      La catástrofe es como un árbol que crece. Y a
veces no puedo más que contemplarla.

El tacto de su corteza es rugoso. Los líquenes
cubren el tronco con mil matices de color y textura. Bajo su epidermis,
invisible, la savia camina arriba y abajo entre las raíces y las yemas incipientes.
Sin palabras, sin preguntas, la tierra y el aire se combinan y donde no había,
hay. Allí donde nada se pierde, está.
       Envuelto en el oxígeno de su respiración,
bajo el latido aéreo de sus hojas, la primavera llega a mí.

Pienso en los papelitos del porvenir que
coges en los santuarios shinto, la suerte sacada de esos santuarios, si es mala
se ata a un árbol para que la naturaleza la transmute.
       Florecer y olvidar, olvidar y florecer. Lo
demás, tristeza en los ojos.


Esta
vida es solo un sueño
en el que las flores de cerezo
despliegan su brillo encantador
¡Qué importa que caigan las flores!
Los pinos del templo cantan dulcemente
la vida que hay más allá de todo.

Kigan