kodoku

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Aún
no raya el alba cuando el sonido del tambor despierta al zendo. Un tibio día de
primavera se insinúa pálido desde el este.

Seamos
leales a nuestro corazón. Confiar, confiar sin más, sin pretensiones, sin
expectativas. Lo sé. Me dejo sumergir en este momento inmenso y breve y me
abandono. El misterio se infiltra en mi ser como el tinte que impregna de color
la tela entera. Poco a poco. Sin necesidad de sumergirla por completo. El color
avanza hilo a hilo.
      Basta tocarte con la yema de mi dedo para que
cada fibra de mi ser resuene con Tu voz.
     
      Paso
el samu desgranando  espliego en el
invernadero. El aroma del espliego y el repiqueteo de las gotas de lluvia en el
techo. Sólo eso. Más allá de mis dedos sólo existe el espliego que se deshace,
más allá de mi mente sólo las gotas de lluvia que desaparecen.
      ¿Es
capaz la razón de reconocer sus límites? ¿Será ese su mayor desafío?
      Para
hallar lo que se esconde, también nosotros debemos escondernos. ¿Se esconde
Dios de nosotros?
     
      El
té de la noche es breve, preciso. Su sabor resuena en mi boca más allá del
instante.
      El
zen es un arte. Y como en todo arte hace falta cierta técnica, y práctica.
     
      Sobre
el futón escucho el lenguaje de la noche. ¿Quién duerme en esta noche que
resuena? ¿Quién escucha? ¿Quién es el que nunca descansa, el que nunca trabaja?
Inmarchitable, inagotable.
      Hay
dos formas de no gastar una vela: apagarla y mantenernos en la oscuridad,
mantener la llama serena, imperturbable.

  

Hoy
la lluvia cede poco a poco y la luz del sol toca la tierra.
       Atarme
al koan mu como si de ello dependiera mi vida. Al menos en un za-zen. Lo
intento pero mis pensamientos son como lluvia que no cesa. Sigo sentado, contemplo
la lluvia.

¿Dónde
te escondes? Déjame sentir tu presencia, déjame rozarte con mis dedos.
        El
reflejo del sol tiembla en una tela de araña mojada por el rocío y un olor a
cebollas llega desde la cocina.
        Tras
el samu, en el jardín, alguien revuelve su té y por un instante el sol brilla
en la cucharilla.
        Sé
que estás aquí.

bebiendo agua,
        todavía en mis manos
       olor a espliego

 Descanso
sentado en el zendo antes del za-zen. Enmarcado por la ventana entra el sol
hasta la estera del suelo. Estiro mis pies descalzos y siento el calor del sol sobre
mi piel. Se extiende poco a poco por todo mi cuerpo y me reconforta por
completo.
       Junto
a la ventana pasan mis compañeros. Pasean en silencio sobre la estera, sobre la
luz y la sombra.
        Las
diminutas motas de polvo flotan en el haz de luz, brillan un instante, y
desaparecen.

 Lo
sabía, algo en lo profundo de mí ya lo sabía. Mientras yo siempre miraba distraído
hacia otro lado. “¿Acaso no sentíamos ardor en nuestro corazón cuando nos
hablaba en el camino?”

 

 Hoy
también luce el sol desde temprano. La lluvia es sólo recuerdo pero sigue aquí,
en algún lugar. Lo sé.
        En
el samu siego hierba con la hoz. Siento en mi cara el olor y el frescor intenso
de las hojas de hierba que mueren.
        La
sombra de un palmito se estremece con el viento sobre la hierba, la sombra se
hace luz, la luz se hace sombra, la sombra y la luz, la luz y la sombra. Sólo
el viento.

En
esta soledad que me estremece, en este momento en el que el mundo calla y las
palabras no existen, siento ese ardor en mi corazón. Y compasión por todas las
cosas. En estas contadas ocasiones encuentro por fin paz. Y la vida se me va. Y
la vida llega a mí.
       Esta
sed infinita… Huelo la lluvia pero aún no sé dónde ha caído.

Durante
el zazen varía la intensidad de la luz que se filtra en el zendo. Las nubes en
el cielo, los pensamientos en mi mente. Mantengo la mirada fija en un punto
sobre la estera. Mantengo la llama imperturbable. El silencio es transparente.

Sentado
en seiza espero mi turno en la fila del dokusan. Miro los calcetines gastados de
quien me precede. Un solo corazón nos anima, ahora lo sé. Siento emoción,  ganas de abrazar, de decir. Callo. Mi silencio
se abraza emocionado con su silencio.

Durante
la comida noto un airecillo a mi espalda cuando pasan sirviendo las mesas. Una
satisfacción sencilla y primigenia recorre mi cuerpo. Por un momento vuelvo a
saber quién soy.

En
el zazen de la noche un murciélago se une a nosotros en el kinin. Miradas de
soslayo y silencio. Abrenoite recorre el zendo vacilante durante un buen rato y
después se retira a su reino nocturno. Nosotros, como él,  continuamos con nuestro quehacer.

La
última noche. Tras el té cojo zafu y zabutón y salgo afuera. Subo a tientas la
colina y me siento en lo profundo de la noche. Respiro. Aquí estoy, aquí
estamos todos, aquí está todo.
       Las
estrellas fugaces flotan en el cielo nocturno, brillan un instante, y desaparecen.

Un
murciélago revolotea a mi alrededor, apenas una sombra silenciosa. El zumbido
apagado de las colmenas bordonea invisible en al aire.
       De
pronto el extraño canto de un animal, quizá un pájaro, como una flauta. Una
emoción invade mi cuerpo como una ola antigua. Ese sonido… recuerdo haberlo
escuchado hace muchos años, cuando siendo niño acampaba con mis compañeros de
colegio junto al río. Esa llamada…. Ahora suena de nuevo aquí, esta noche.
      En
verdad esta es la  hermosa soledad de mi
infancia.

Ahora,
aquí, contemplo la pureza de mi alma.

 un halo blanco
          en torno a la montaña,
         la luna…

Un comentario »

  1. una hermosa noche ffría de otoño…. y unos fermosos textos 🙂 ay pillín pillin, cuanto haibun desconocido 🙂

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